Escuela de Maastricht
(Contra el fanatismo)
Mi familia, que vivía por entonces en una ciudad de unos setenta mil habitantes, era la única que hablaba una lengua que mis padres llamaban "maonés" y en ella yo era el "petit". Mi amigo Valentín vivía dos calles más arriba y su padre era sastre. Si alborotábamos demasiado en su casa su madre, enfadada, nos regañaba en otra lengua distinta. Cuando volvió de su primer viaje a Galícia comentaba asombrado: "al bajar del tren me quedé de piedra; en aquel pueblo todo el mundo hablaba como mi madre."
Al colegio asistían también treinta o cuarenta niños judíos que nos obsequiaban de vez en cuando con "galleta hebrea" y algunos musulmanes que eran hijos de "moros amigos de España" y el recuerdo más vivo y persistente del año 1945 es la imagen de los niños judíos, vestidos con traje de sábado, agrupados todos en el centro del patio de recreo, esperando la entrada a clase y como muy contentos.Había terminado la guerra.
Tuvieron que pasar años y muchas lecturas -"Mila 18", "El diario de Ana Frank", "El último justo"...- para comprender la alegría de los niños hebreos; saber que lo que hablábamos en casa era catalán y en la de Valentín, gallego y que con las galletas que nos regalaban habíamos participado, como gentiles, en la alegría de muchas pascuas judías.
Con estas experiencias fue casi natural crecer en un espíritu tolerante y en la comprensión y respeto a las diferencias individuales, estimándolas como rico patrimonio de la humanidad.
Pero, desde estas mismas convicciones, creemos necesario desmitificar los sacrosantos derechos de todas las lenguas, de todas las religiones y de todas las identidades nacionales y renegar una y mil veces de los holocaustos que promueven.
Para el viaje de distinguir y separar se precisan pocas alforjas; es bastante fácil: a poco que nos lo propongamos, terminamos todos convertidos en "robinsones crusoes", en islas de soledad. Y si ahondásemos con vehemencia en lo que nos distingue, pronto --unas pocas generaciones atrás-- llegaríamos a la tribu a la que pertenecíamos o a la caverna que habitábamos.; llegaríamos pronto a Sarajevo.
Es más dignamente humana, se necesita más inteligencia y voluntad, más escuela, la empresa común de potenciar los vínculos comunes que nos unen y enaltecen como personas. Es preferible la escuela de Maastricht a la escuela de la tribu y la caverna.
(Publicado por este corresponsal el 7 de enero de 1993 en el Semanario "Escuela Española"de Madrid)
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